Época: Renacimiento Español
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1599

Antecedente:
El retrato renacentista

(C) Juan José Martín González



Comentario

El único retratista español, en sentido estricto, del siglo XVI es Alonso Sánchez Coello. No sólo realiza lo mejor de su producción en ese campo sino que crea, además, una escuela que con el eslabón de El Greco desemboca en la fastuosa retratística de nuestro siglo XVII. En este artista se unen, una vez más, las corrientes pictóricas que dominan el arte español de todo el siglo. De una parte la sugestión flamenca, de otra la italiana y, por último, los caracteres castizos que hacen del retrato de Sánchez Coello el más internacional, el más rico, variado y personal de cuanto se hacía en España en ese terreno y comparable al de los grandes maestros del retrato en toda Europa.
La importancia castiza le viene de su origen valenciano (Benifarió del Valls, 1531/32-1588) y de desarrollar su obra en una corte como la de Felipe II. Sucede al flamenco Antonio Moro como retratista en ella, pero previamente tuvo ocasión de acercarse a la estupenda obra del maestro viajando a Flandes, donde convivió con él y aprendió de él bajo la protección a ambos del cardenal Granvela. De ese contacto tan directo nace la inicial fascinación por un preciosismo en los detalles y un gusto por acentuar el fasto de los ropajes que sirven muy bien al sentido genérico del retrato cortesano. No hay que olvidar que en Flandes tuvo también la oportunidad de conocer a otros retratistas, como Pieter Pourbus, que hubieron de dejar también la huella en el joven pintor. Pero las colecciones reales, a las que Coello tuvo acceso sin dificultad, estaban pobladas de retratos italianos entre los que figuran los de Parmigianino, Bronzino y, sobre todo, Tiziano, Lorenzo Lotto y otros venecianos que también proveyeron de retratos los Reales Sitios. El contacto con este tipo de pintura acaba por depurar su técnica y decantarla hacia un pictoricismo lejano de Antonio Moro y más próximo a Venecia. De Flandes trajo el sentido de la observación, el desentrañar lo real con una objetividad casi fotográfica y ajena a los intelectualismos conceptuales de muchos retratos ingleses e italianos. Del estudio de estos últimos maestros del retrato, aprendió un cromatismo más brillante y una técnica cada vez más vaporosa. La sombría sobriedad de la Corte de Madrid y El Escorial hicieron el resto.

La obra de carácter religioso de Sánchez Coello escapa al objetivo inicial de este trabajo, pero conviene insistir muy brevemente en que, aunque la calidad técnica sea muy similar a la de su labor retratística, su fantasía, su invención están muy por debajo. Es evidente que Sánchez Coello se encontraba mucho más a gusto ante un modelo vivo, ante la realidad latente, que imaginando historias sagradas. En ese campo tenía en El Escorial serios competidores, como Navarrete El Mudo, y con frecuencia acudió a inspirarse en grabados alemanes y flamencos para componer sus narraciones religiosas.

La retratística de Sánchez Coello se limita a la familia real, aunque no pocos de sus mejores retratos reflejan la imagen de personajes más o menos ligados a ella, como el duque de Alba o Alejandro Farnesio. Su entusiasmo inicial por la obra de Antonio Moro queda documentado por varias copias, excelentes, que realizó del flamenco. Cabe destacar la del retrato del joven Felipe II, cuyo original se halla en El Escorial y su copia en el Museo de Viena. Fechado en torno a 1557, presenta al Rey de unos veinticinco años, muy aguerrido, cosa que nunca fue, con media armadura y de cuerpo entero. La copia se ajusta al original hasta en los mínimos detalles. Nada ha puesto de su imaginación Sánchez Coello más que un conocimiento más directo de la fisonomía del monarca. No hay aquí, como en ningún retrato de Coello, símbolos de poder, sino la propia imagen del retratado, que lo atestigua con su propia majestad. El retrato del desgraciado Príncipe Don Carlos, del Museo del Prado, cuenta entre los mejores de los de corte que se hicieran en Europa algo avanzada la mitad del siglo XVI. Se fecha hacia 1557, presuponiéndose que el príncipe aparenta unos doce años. Juzgo que debería contar algunos más tanto por sus rasgos como por su vestimenta y armamento. Debe datarse, en consecuencia, algo más tarde lo que justificaría un estilo más lejano del de Moro y más próximo al de los venecianos. Las amplias solapas del bohemio que luce el príncipe están realizadas con una soltura que incluso haría cuestionable la atribución a Sofonisba Anguissola del retrato de la Infanta Catalina Micaela de la Pollock House, de Glasgow.

La serie de retratos infantiles de Sánchez Coello es bastante amplia y cabría destacar en ella el doble retrato de las Infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela, también en el Museo del Prado. Igualmente son efigies emblemáticas, pero de una rigidez ajena al estilo de Sánchez Coello en torno a 1575. Hemos de recordar que casi todos los buenos retratistas contaban con un taller que realizaba las tareas menos gratas y menos vinculadas a los verdaderos rostros de los retratados. Se sabe que el propio Antonio Moro disponía de Joachim Bueckelaert -excelente pintor de género y bodegonista, sobrino de Pieter Aertsen- para la factura de abalorios, encajes y brocados en sus retratos. Algo parecido hace suponer éste, pese a la gracia pictórica de la corona de flores que Isabel ofrece a su hermana menor. El retrato del futuro Felipe III, del Museo de Arte de San Diego (California) está en una órbita más florentina y tan alejada de Moro como Bronzino en sus retratos infantiles de Corte.

Con respecto a los restantes retratos de la familia real son destacables los dos de la Infanta Isabel Clara Eugenia. Uno de ellos la representa adolescente y se fecha en torno a 1579. Pese a la juventud de la princesa, no hay nada infantil en su prestancia, mirada y atuendo. Es probablemente el retrato cortesano más interesante de los realizados por Sánchez Coello. El fondo oscuro y neutro hace destacar no sólo el elegante vestido sino, sobre todo, las delicadas manos y un rostro que todavía no había adquirido las características facciones prógnatas de los Austrias. El otro retrato de la Infanta que conviene destacar, pese a las dudas de atribución, es otro del Museo del Prado en que aparece acompañada de Magdalena Ruiz. Sin duda, no toda la pintura es de la misma mano. Los rostros son de mano maestra. El de la princesa, un rostro joven pero maduro y ya con los rasgos de los Habsburgo. El de la sirvienta, sin el tono áulico del de la Infanta, es de un realismo que preludia composiciones semejantes al del siglo XVII. Es destacable el gesto cariñoso con que Isabel muestra al espectador un camafeo con la efigie de su padre, presumiblemente de mano de Pompeo Leoni. No hay que olvidar que el afecto que unió de por vida a padre e hija es algo sobradamente documentado a través de la correspondencia entre ambos. El estupendo retrato de Alejandro Farnesio, de la National Gallery de Dublín, merece ser igualmente destacado. En pocas ocasiones la brillantez del color, la sabia factura y la fidelidad a una presencia juvenil de singular galanura han proporcionado juntas un retrato que también responda a las exigencias del cortesano español del siglo XVI. Naturalmente Sánchez Coello crea escuela. Algunos de sus aprendices que terminaban sus obras siguieron adelante con sus respectivas carreras hasta pisar cronológica y ampliamente el Barroco. Personajes como Pantoja de la Cruz enlazan con la retratística áulica del siglo XVII, bien representada como veremos por Bartolomé González y otros retratistas de menor importancia hasta llegar a Velázquez.